Sábado,
11 de Agosto
Eran
las 5 de la tarde, que no es ninguna hora taurina, no había ningún
torero o valiente que se atreviera a desafíar los 40º a la sombra.
Para evitarme pasar media hora junto al horno de la marquesina,
esperando el autobús, mi hija me llevó en coche hasta unos cien
metros de la Residencia adonde iba y se alejó por la calle paralela.
El
viento africano soplaba con mas fuerza de la debida. Eolo se había
sumado al fuego de la parrilla de san Lorenzo, sus ráfagas hacían
ulular los toldos de las terrazas y las ramas de los árboles,
aterrorizaban. Pensé si no se desencajaría alguno, aterrizando
sobre mi humilde cabeza, que al menos hace juego con mi cara.
Estaba
más sola que la una, caminé por la calle, pendiente del más ligero
ruido, no se veía ni un cuerpo con alma. Andaba por la acera
desnivelada, bajo la delgada sombra de los árboles, cercana a los 66
escalones que separan los edificios y desangeladas plazas que llevan
a la calle paralela, cuando tengo que cruzar de una a otra calle,
pienso que quienes diseñaron este barrio, semejante a las celdillas
de un nido de avispas, no pensaban habitar vivienda alguna. Los
accesos para vehículos son imposibles.
De
pronto, me llegó un extraño ruido a chatarra sonaba al mismo tiempo
que lo hacía el viento, volví la cabeza para ver si era algún
coche que hubiese chirriado, nada, ni siquiera había un solo coche
que se atreviera a desafiar el calor, todos los kavallos de esa calle
estaban amarrados al asfalto. El viento amainó y se paró el sonido
chirriante, proseguí mi camino, habría andado unos treinta pasos,
calculo yo, no es que los contara. De nuevo, Eolo mandó sus lanzas
calenturientas a mi espalda, y, otra vez el ruido chirriante,
desapacible. Volví a pararme y planté cara al sol, que estaba a
punto de convertirla en un pergamino a pesar de la crema untada.
La
calle seguía estando desierta, a la vista, ni unas ruedas que
pudiesen ludir o rozar un solo eje. ¿De dónde diablos saldría
aquel ruido que tan sólo paraba cuando lo hacía el aire? Paró el
viento y continué la marcha ya llegaba al portalón del parque de la
residencia, apreté el botón para que desde recepción me abrieran
la puerta de peatones. De nuevo soplaba el aire, esta vez el ruido
chirriante sonó más cerca de mi, la acera marca una
semicircunferencia para la entrada de vehículos. Me volví y me
alejé de la puerta que ya me abrían, fui hasta un extremo de la
acera, un montón de hojas formaban una seroja junto al bordillo, me
agaché y cogí un objeto. Entré en el parque de la Resi,
habitualmente transitan por los paseos: los familiares empujando
sillas de ruedas, los residentes con sus andadores o apoyados en sus
bastones. No había ni un sólo transéunte que se hubiese animado a
salir.
Cuando
llegué a recepción y al entregar la tarjeta, me pregunta la
recepcionista: ¿Qué te ha pasado, que te has vuelto para atrás?
¿Se te había caído algo?.
Deposité
el objeto que llevaba en la mano, le dije: ¡Por favor, tíralo a la
papelera! No sabes lo que puede aterrorizar un bote de cerveza vacío,
en una calle desierta.
Rosa del Aire (R.J.M./11.8.12)